“Aún no lo habla como si es su idioma.”
Tanto durante como después de mi tiempo en Corea, he tenido trabado este comentario aparentemente acusatorio en mi cabeza, muchas veces en vano. El desafío de descifrar las suposiciones del comentario me paralizó. ¿Qué significaba hablar coreano como si fuera “mi” idioma? ¿Podría alguna vez tener completa propiedad de un lenguaje más allá del inglés, mi lengua materna? Y el “aún” hacía confuso si dominar el coreano era requerido de mi, o si era inevitable que, simplemente al vivir en Corea, eventualmente sería “purificado” de regreso a un primordial estado coreano.
Mientras empecé a luchar contra estas preguntas, seguía regresando a memorias de mi ser del cuarto grado, quien empezó parte de su verano como un estudiante de intercambio en Seúl. Su existencia complicó las cosas profundamente, porque había hablado coreano como si en verdad era su idioma. En un tiempo donde mi inglés y coreano eran de aproximadamente el mismo nivel, no tuve inhibiciones y, como resultado, nunca me encontré perdido entre mis identidades, “coreana” o “americana” — me consideré como si fuera ambos. Nunca pensé mucho sobre la unicidad de haber tenido fluidez en un idioma y eventualmente perderla, hasta que tomé mi primera clase de coreano al regresar a Corea como un adulto. Algunos de mis compañeros me llamaron un “hablante nativo”, un término que pensé que era reservado para aquellos que crecieron hablando un idioma en su país nativo (requerimientos que cumplía, y, a la vez, no cumplía). Tampoco había escuchado el término “idioma patrimonial” hasta que estaba en Corea con otros hablantes del coreano, quienes eran étnicamente coreanos pero, nacionalmente, eran algo más — nacidos en otro país o adoptados. Además, la idea de modificar el comentario de mi pariente a “ya no lo habla como si es su idioma” era aterrorizante — ¿era la identidad tan sujeta al espacio y tiempo, a dónde crecí y cuándo?
La propiedad de idiomas es tensa porque parece depender de un tipo de relativismo: el grado de intersección entre el país patrimonial y el idioma hablado, la cantidad de tiempo viviendo en un país en comparación a otros, y los beneficios de haber crecido en un país contra viajar a él como adulto. Sospecho que esta dependencia en contingencias es la razón tenemos una reacción instintiva a señalado como hablantes no nativos — por más que hay aspectos del estudio lingüístico que podemos controlar, tanto de ello está más allá de nosotros. Como alguien que parece coreano pero posee las habilidades lingüísticas de su ser de ocho años, fue particularmente frustrante sentirse culpable por no solo tener ciertas ventajas en adquirir un idioma, pero también por las barreras a mi adquisición del idioma — ambas siendo circunstancias que no pude controlar.
Aún así, esta frustración es un síntoma natural de la tarea que algunos de nosotros debemos completar para llegar en un acuerdo con nuestras identidades. He encontrado que nuestros sentimientos hacia un idioma no son muy diferentes a nuestros sentimientos de nuestros patrimonios. Por ejemplo, en el tiempo que he llegado a admirar el lenguaje coreano por su belleza en repetición y sencillez sin adornos (opuesto a las acrobacias de sinónimos empleados en el inglés para evitar usar las mismas palabras), mi deseo de aceptar mi patrimonio se ha profundizado. En contraste, mi vacilación en adoptar el ritmo y entonación del coreano hablado, el cual a menudo se siente falso al realizar, refleja un prolongado arraigo y orgullo en mi identidad americana.
Lo que se puede observar de esto es que esa “propiedad” de un idioma o identidad se siente relativa porque tenemos una falsa dicotomía, que algo puede ser legítimo sólo si completamente nos pertenece, o no nos pertenece. Pero no es una paradoja decir que justo como hablaba coreano como si era “mi idioma” en cuarto grado, hablo coreano como si es mio hoy en dia. Esto es porque no hay mejor destilación de la unión entre mis ser de cuarto grado y el presente, que la manera que hable coreano aquel dia. Si, mi coreano es a veces lleno de incertidumbre y vacilación, pero no hace mi propiedad de el menos válida. Sentirse culpable de no ser “suficiente” coreano, or hacer a alguien culpable por un subproducto de la crianza, es perpetuar un mito que nuestro entendimiento de idioma e identidad sigue siendo predicado en absolutos del pasado, en vez de las gradaciones matizadas de un mundo siendo globalizado.
Cuando regresé a Corea tras una década de aquel verano en el cuarto grado, a veces me encontraba persiguiendo el yo de ocho años. Durante cada reunión con amigos o estudiantes coreanos, me daba cuenta que este sentido de comunidad era completamente temporal para mí, que nunca podría existir en la misma sociedad como ellos. Y aún, quería tanto ver lo que él había visto, poder sentirme tan natural y fluido como él. Cada vez que me deleitaba en una interacción en donde mi extrañeza, anhelaba aquel verano cuando no tenía esa extraña sensación que estaba mintiendo. Pero por más que quería regresar en el tiempo que quería recuperar una realidad alterna, tenía que aceptar que era imposible, y que lo mejor que podía hacer es estudiar el idioma que había perdido.
“Aún no lo habla como si es su idioma.” Al ampliar mi comprensión de la propiedad del idioma, empecé a ver con más optimismo ese ambiguo “aún”, que implica un estado de progreso. Al estudiar coreano, a menudo me encuentro cara a cara con, no solo mi ser de ocho años, pero como mi ser de veintidós, asustado del vocabulario que encontrará en el banco. Soy capaz de sentir tanto la fuerza como la limitación de mi gramática y vocabulario a través del tiempo, porque el idioma, parece ser, es una manera de hablar tanto a otros como a nuestros seres del pasado, presente, y futuro. El coreano aún no es mi idioma. Pero al mismo tiempo, lo es, justo como siempre lo ha sido, y como siempre lo será.
Translator’s Note by Rodrigo Aguilera Croasdaile, ‘23
Having to write, in any language, about speaking another language is a difficult task. Having to translate the text into a third, unrelated language, is even more so. Fortunately, translating English to Spanish and vice versa has its advantages, personally and generally. It is possible to translate word for word and still have a relatively coherent text; other changes come to a matter of detail and style. For a rough analogy, English has a “main” word with several synonyms that offer more nuanced tones or connotations (Eugene Lee, the article’s author, mentions these “synonym acrobatics”), while Spanish has several words for approximately the same definition. English composition can have several levels of style and tone, but Spanish must have a certain poetic precision. The greater challenge is not translating an article’s words, but rather, its author’s voice.
Tener que escribir, en cualquier idioma, de hablar otro idioma es una tarea difícil. Tener que traducir ese texto a un tercer idioma, no relacionado, aún más. Afortunadamente, traducir español a inglés y viceversa tiene sus ventajas, en lo personal y lo general. Es posible traducir palabra por palabra y aún tener un texto relativamente coherente; los demás cambios son una cuestión de detalle y estilo. Haciendo una analogía aproximada, el inglés tiene una palabra “principal”, con varios sinónimos que ofrecen tonos o connotaciones más matizados (Eugene Lee, autor de este artículo, menciona estas “acrobacias de sinónimos”), mientras que el español tiene varias palabras para aproximadamente la misma definición. La composicion en ingles puede tener varios niveles de estilo y tono, pero el español debe poseer una cierta precisión poética. El mayor desafío no es traducir las palabras de un artículo, sino la voz de su autor.